El Gobierno de Nayib Bukele es el mejor ejemplo de lo que se ha convertido en una campaña de desacreditación de los organismos internacionales de derechos humanos. Los critica diciendo que son “pro delincuentes”, porque no intervienen cuando los miembros de las pandillas matan, roban, secuestran o extorsionan. Y este discurso tan populista (como nos encanta en Latinoamérica) que ya se ha copiado en tantos otros gobiernos, cumple, sin duda alguna, con su cometido: echarle la culpa a estos organismos internacionales de algo que no es culpa sino del mismo gobierno. Sí, los organismos internacionales de derechos humanos (DD. HH.) no intervienen en estas situaciones. Pero, ¿por qué no intervienen? Porque no pueden.

Para intentar vivir en armonía y que las personas no busquen justicia por mano propia, las civilizaciones modernas han llegado al consenso democrático de vivir bajo sistemas donde el Estado tiene el poder del uso de la fuerza, y el poder para investigar, juzgar y sancionar delitos. Esto significa, en palabras más fáciles, que cuando el ciudadano A comete un delito contra el ciudadano B, el único que puede y debe actuar es el Estado. No la CIDH, no la ONU, no la OEA; solo el Estado.

Ahora, como también nos ha enseñado la historia, es fácil que los Estados abusen de este monopolio de la justicia, cometiendo excesos, como, por ejemplo, la tortura o la desaparición de personas. Ante estos casos, que sí pasan y demasiado, aparece la pregunta clave: si es el Estado quien puede juzgar los delitos, ¿quién interviene cuando el Estado es el que delinque? Adivinaron: los organismos internacionales de derechos humanos. Entidades como la OEA, la CIDH, ONU, entre otros, nacieron como un contrapeso supranacional al poder que tienen los Estados; para limitar a los gobiernos que creen que tener armas, cárceles y apoyo del pueblo les da licencia para hacer lo que quieran.

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Su función no es intervenir u opinar, sino garantizar que el monopolio de la fuerza y poder punitivo no se convierta en un instrumento para abusar, perseguir y condenar arbitrariamente. La necesidad de estos organismos es pura lógica: si el Estado investiga, juzga y condena, el ciudadano común está en una clara posición de desventaja frente a este poder. Y para eso están estos organismos: para brindar un mecanismo de control cuando el Estado deja de proteger y empieza a agredir.

Así que la próxima vez que un miembro de una pandilla mate a alguien y el Gobierno, en vez de hacer lo que tiene que hacer, salga a decir que “los organismos de DD. HH. no sirven para nada”, ya estás listo para darle una clase introductoria de derecho internacional de los DD. HH. al primero que salga en defensa de este discurso mediocre, falaz y políticamente conveniente.

Y no olviden, cuando un Gobierno culpa a los organismos de DD. HH. por sus propias incapacidades, no está defendiendo a la gente, está defendiendo su poder. (O)

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Leonel González Vallejo, abogado penalista, Quito