En el siglo XVII, Thomas Hobbes inauguró una de las reflexiones más crudas y honestas de la filosofía política al afirmar que “el hombre es lobo para el hombre”. Para Hobbes, el ser humano, abandonado a su naturaleza, tiende a la violencia y al egoísmo, por lo que para escapar de la anarquía y de la temida “guerra de todos contra todos”, los individuos deban renunciar a su libertad y entregarla a un poder soberano fuerte, indivisible y capaz de imponer el orden por la fuerza. A ese Estado absoluto Hobbes lo llamó el “Leviatán”: una autoridad temible, sí, pero necesaria para garantizar la paz.
En el Ecuador de hoy, muchos hemos sentido en carne propia la brutalidad de la que hablaba Hobbes. Durante los últimos años, las tasas de homicidio se han disparado, la extorsión se ha vuelto cotidiana y la violencia ha penetrado en barrios, escuelas y hogares.
Vivimos con el sobresalto permanente, con la sensación de que nuestras calles ya no nos pertenecen. Ante ese escenario es comprensible que muchos ecuatorianos añoren al Leviatán: a un Estado sin titubeos, que actúe con “mano dura” y nos arranque, de una vez por todas, de las fauces del crimen organizado.
Pero nos quedamos sin aliento ni palabras cuando el Leviatán que nos debía salvar responde con la desaparición, tortura y la muerte de cuatro niños. Todos añoramos al Leviatán… hasta que lo tenemos en frente.
Nehemías, Steven, Ismael y Josué no eran estadísticas. Eran hijos, hermanos, jóvenes con una vida por delante. Desaparecieron tras ser detenidos por quienes los debían proteger. Su muerte nos obliga a hacernos una pregunta incómoda pero ineludible: ¿qué estamos dispuestos a sacrificar cuando entregamos al Estado el uso de la fuerza sin exigirle límites ni rendición de cuentas?
La historia de los Cuatro de Las Malvinas nos deja una lección dolorosa, pero que debemos aprender: la fuerza solo es legítima cuando está sometida a la ley. Cuando al Estado se le entrega un cheque en blanco y se desencadena al Leviatán, este se convierte en una amenaza para todos y no solo para los malos. Y ese riesgo, en el Ecuador, dejó de ser una vana reflexión filosófica: se volvió carne, sangre y duelo. Se convirtió en cuatro pequeños cadáveres carbonizados.
Queremos un Estado más fuerte, sí. Queremos seguridad, orden y paz. Queremos caminar sin miedo, que nuestros hijos estudien tranquilos y que nuestras madres puedan respirar sin ansiedad. Pero no queremos un poder que, en nombre de protegernos, destruya los valores que nos hacen humanos. La seguridad que vale la pena defender es aquella que respeta la vida, que sanciona los abusos, que respeta la ley y que construye confianza entre la ciudadanía y sus instituciones.
Ecuador merece un futuro donde la paz no se compre con vidas inocentes. Donde la seguridad no se confunda con impunidad. Donde cada ciudadano sienta que está protegido no solo de la delincuencia, sino también del Leviatán. Ese es el país que debemos exigir. Ese es el Ecuador por el que, de verdad, vale la pena luchar. (O)










