Una ley para enfrentar la economía del crimen organizado y una reforma constitucional para eliminar la disposición que prohíbe la instalación de bases militares extranjeras son las nuevas herramientas que el Gobierno dispondrá para responder al escenario de violencia que vive el país. Ambas medidas no han estado y probablemente no estarán libres de cuestionamientos y polémicas, por lo que es necesario un debate serio y abierto sobre sus alcances. La nueva legislación que busca desarticular las redes económicas de la delincuencia parte de una premisa, el fenómeno criminal en el Ecuador tiene un nuevo rostro, una nueva dimensión y constituye una amenaza hasta ahora desconocida.

El Ecuador se ha adherido por mucho tiempo a una tradición liberal con respecto a la política criminal, una que considera al delincuente como otra víctima de las condiciones sociales. La misión del Estado es regenerar al delincuente. Es una concepción inspirada en el pensamiento de Rousseau, para quien el hombre a pesar de nacer libre está encadenado por doquier por los vicios de la sociedad, y que tuvo eco en reformadores como Beccaria y Bentham. Ese paradigma se ha estrellado con la realidad presente. La delincuencia ha adoptado hoy una forma corporativa, es un andamiaje que mueve internacionalmente billones de dólares con capacidad para destruir Estados y pulverizar instituciones. Las bandas mafiosas de Sicilia y Calabria son niños de pecho al lado de los carteles mejicanos o colombianos. Ni punto de comparación con el tipo de delincuencia que enfrentó El Salvador.

Con esa premisa en mente, la mencionada ley expande sustancialmente los poderes del Estado y, consecuentemente, restringe las garantías ciudadanas. Derechos como el de propiedad, intimidad, presunción de inocencia, debido proceso, entre otros, se verán estrechados, por así decirlo, para permitir desarticular la economía de estas estructuras. Si bien a primera vista la ciudadanía podría estar dispuesta a aceptar estas limitaciones a sus derechos, lo que no deja de preocupar es cómo se ejercitarán esos poderes los jueces, fiscales y fuerzas del orden. Lamentablemente, hay un consenso en la ciudadanía en que el Ecuador tiene, con escasas excepciones, un sistema judicial corrupto, politizado y débil. ¿Es ese mismo sistema el que va a administrar los nuevos poderes que va a asumir el Estado? Esos mismos jueces, fiscales y agentes que han sido en buena parte los causantes de la penetración de la delincuencia en el Estado, y que fácilmente responden a las presiones del poder político, ¿serán los que ahora con más poder en la mano van a combatir a la delincuencia? Son preguntas difíciles, ciertamente.

Por mucho tiempo las élites ecuatorianas han reclamado por seguridad jurídica y respeto por la ley –y tienen razón–, pero poco han hecho para liberar al Poder Judicial de las citadas taras de corrupción y vulnerabilidad. No es un imposible. Un reciente estudio del investigador Santiago Basabe, por ejemplo, da cuenta de cómo Senegal –una nación del África occidental– ha logrado reducir considerablemente el nivel de corrupción judicial. ¿Ya que vamos a sacrificar en cierta forma nuestras garantías y derechos, no debe el Estado, a cambio, darnos un sistema judicial nuevo, libre de corrupción e independiente? (O)