He pensado mucho en cuál debía ser la primera reflexión que compartiría con ustedes en este Diario de alcance nacional. La respuesta siempre estuvo conmigo, aunque me ha costado aceptarla. Es la crítica que me acompaña desde hace más de una década que ingresé al mundo laboral: la deshumanización. Cuando llegué a mi primer empleo sentía que estaba alcanzando un sueño, tenía muchas ganas de aprender y, aunque me intimidaban los desafíos del “buen profesional” —informes, casos complejos, reuniones, debates—, ninguno de esos retos fue verdaderamente difícil de superar. Con disciplina, estudio y voluntad, todo se resolvía. Todo, excepto lo esencial.
El verdadero reto fue otro, mucho más profundo, pero más silencioso. El mayor obstáculo ha sido convivir en el mundo laboral con una creciente deshumanización social. Una cultura que normaliza el “mínimo esfuerzo”, y que celebra la frialdad, la desconfianza e inclusive la mediocridad.
Pero, ¿de dónde surge esa situación? De los antivalores. Sabemos que podríamos elegir la empatía, la solidaridad, el respeto, pero optamos una y otra vez por la competencia desmedida, la indiferencia y el individualismo. La deshumanización no es abstracta, se manifiesta cada día, y avanza rápido, nos hace pensar que si no subimos al barco, nos hundimos. Así, muchos ven en el acceso al poder –por ejemplo, a un cargo público– no como una oportunidad de servicio, sino como una vía fácil hacia el dinero, aunque ello implique corrupción.
La obsesión por la “vida perfecta” nos empuja a atropellar lo que se interponga: valores, principios, personas. Esta lógica tiene consecuencias y hoy las sentimos más que nunca. En Ecuador, la corrupción es mucho más que un acto delictivo, es un síntoma de una sociedad que ha dejado de educar en valores y se ha decantado por lo superficial. La Fundación Ciudadanía y Desarrollo lo confirma en el Informe 2024 del Índice de Percepción de la Corrupción, en el que “Ecuador ocupa el puesto 121 entre 180 países, constituyendo la posición más baja registrada por el país desde 2012, cuando la metodología del índice se creó”.
Un tema que debemos tener claro es que la crisis de humanidad no se enfrenta solo con cambios en leyes y gobierno, se enfrenta con decisiones personales y colectivas que pongan en el centro a la persona. Entonces, ¿seguiremos siendo meros espectadores o nos atreveremos a cambiar? La pregunta parece sencilla, la respuesta no lo es tanto.
No basta con acciones que ataquen las consecuencias; hay que erradicar los problemas desde su raíz, y en este caso, la raíz es la pérdida de valores. Recuperarlos no es un asunto moralista, es una urgencia de Estado. Por lo tanto, la política educativa tiene que enfocarse en la formación ética y humana desde la infancia, rescatar a nuestros niños y niñas de la lógica de lo fácil como modelo de éxito, esta es una tarea impostergable. Solo así, algún día, al ingresar al mundo laboral, no se verán obligados a sobrevivir en medio de la desconfianza y la competencia voraz, sino que podrán construir una vida de verdadero éxito, donde el servicio, la empatía y el trabajo honesto vuelvan a ser la norma, no la excepción. (O)