Es como si el silencio se posara sobre los brazos desnudos de los árboles despojados de sus hojas y flotara la niebla como un fantasma embrujando el bosque de suelo endurecido por las heladas nocturnas donde las hojas que sobrevivieron a los vientos y lluvias otoñales yacen engarzadas como huellas de ámbar. Como esa promesa de la naturaleza que reposa y resiste al invierno: en el corazón del bosque permanece siempre la vida transformándose.

Desde los días más oscuros del invierno es difícil imaginar un cálido día de sol, la voluptuosidad de las flores bailando al ritmo de la primavera. En el día más frío del invierno con los miembros ateridos cuesta soñar en la posibilidad de sentir el aire como si no hubiera un límite que nos separara del flujo de la vida. Envueltos en esa melancolía invernal que extiende sus alas conforme se acortan los días, qué lejana parece la alegría despreocupada de un día de verano. Pero si hemos de aprender algo de la naturaleza que es cíclica y se renueva es que en el corazón del bosque brilla una llama inextinguible.

Cuántos días y años y épocas de duros inviernos atravesamos individual, familiar, comunitaria, socialmente. Parecería que la humanidad se ha empantanado en un lodo tenebroso del cual nada podrá liberarla. Nos preguntamos si a la inteligencia artificial sobrevivirán la creatividad, la espontaneidad, la originalidad imperfecta y maravillosa del ser humano. Si los algoritmos y billonarios dueños del mundo nos permitirán seguir siendo tiernos y vulnerables, incalculables e impredecibles, soñadores, buscadores de conexiones humanas profundas e improbables. O si las redes sociales destruirán nuestra capacidad de socializar, empatizar, escuchar, leer, comprender y reflexionar. Si la verdad tan compleja y elusiva sobrevivirá a las trizas de información y desinformación disparadas como balas al corazón del sentido común y de nuestra capacidad de explorar el mundo con una curiosidad de largo aliento, transitando distintas posibilidades y sin desbarrancarnos por abismos de conspiranoia. Si volveremos a ser dignos por ser humanos, por el solo hecho de existir, amar, soñar, desear, crear y nos libraremos de esos tiranos nefastos, falsos profetas que equiparan el valor de un ser humano con su capacidad de producción y reproducción, su éxito financiero, el color de su piel. Sobreviviremos quizá a un mundo donde todo está en venta: el poder político, el control de la información, hasta el aire que respiramos y el agua que la naturaleza nos regala, las aves, las selvas, todos víctimas del ansia predadora de los pobres de corazón que se afanan en acumular dinero y poder.

Quiero creer como creemos en la Navidad y el Año Nuevo y la posibilidad constante del amor y los milagros, creer que en el corazón del bosque hay una fogata inextinguible, una estrella guía hacia ese sendero donde los seres humanos anden por fin con paso ligero comulgando con el silencio y la voz de la naturaleza y sus ciclos, protegiendo la tierra que nos alimenta, compartiendo sus frutos con generosidad, quizá un cuento de hadas en el que vale la pena creer incluso en el día más oscuro del más frío invierno. (O)