En nuestro tiempo sobresale un fenómeno político mundial sin precedentes históricos. De ahí que los valores heredados en vez de ayudarnos descartan lo sustancial de forma anticipada. Es prudente tener en cuenta que una precondición de la libertad es contemplar la brújula sin prejuicios. Entonces veamos más allá del desarrollismo, donde ‘progreso’ es poder comprar cada vez más por encima de los servicios básicos. Desde esta perspectiva, las labores y diversiones mundanas recuerdan al juego Monopolio, donde se acumula papel que no se siembra ni se come. Incumbe al político ocuparse de estas cuestiones si va a liderar a través de la catástrofe mundial que se aproxima a su punto de ebullición.

El Estado ecuatoriano, bajo la impronta de la figura del hacendado, refina hoy un caudillismo tecnocrático. Este último aspecto se percibe en la llegada al país de Palantir Technologies, “la empresa más grande de defensa americana”. Contratada para hacer de la Senae una “aduana inteligente”, el presidente regional aseguró que exploran más proyectos “en el combate ilegal que sea minero, petrolero, pesca y comercio”. No es esta una tecnocracia asentada en absolutismo monárquico o dictadura militar, sino en masificación. Esta relega la soberanía popular a quien sea que la domine; primero al hacendado, luego al populista y ahora al tecnócrata. Aparentemente apolítica, la tecnocracia es una ideología ‘sin ideología’ porque prioriza la obtención de resultados frente a los dogmas.

Por su parte, el caudillismo es solapado por palabras como gobernabilidad. Como al decir que el Gobierno ahora sí podrá ‘resolver’ porque es mayoría legislativa, aunque “pegada con saliva”. Como presidente de la Asamblea, Niels Olsen declaró “estoy aquí para construir, no para dividir”. No obstante Isabela Ponce da en el blanco criticando que “en diez horas (Olsen) hizo casi todo lo que dijo que no haría en cuatro años”. Y no es algo siquiera disimulado. En su aclamado discurso de posesión, Daniel Noboa reconoció en el presidente parlamentario “el hombre” apropiado “por su ciega confianza en mí”. Pero ya hemos observado y sin juicio moral alguno: la autocracia es una característica del sistema político ecuatoriano. De haber triunfado el correísmo en las elecciones, las diferencias serían de estilo, mas, no de fondo.

De ahí que a los ecuatorianos les preocupa menos el autoritarismo que otras cuestiones como la inseguridad, según la encuesta Latinobarómetro. Advirtamos que “el problema de la seguridad nacional se ha vuelto insoluble” (Osvaldo Hurtado). Es algo expuesto en las cualidades orgánicas del crimen. Aquí la política de seguridad se perpetúa con un viejo truco: usar una crisis para afianzar el dominio. En efecto, la misma mano dura reproduce sus condiciones de existencia: a mayor represión mayor violencia, lo que exige más represión. Reducir la violencia en estas circunstancias requeriría un control totalitario, o al menos acuerdos con los criminales como en El Salvador —algo ratificado por la sanción de EE. UU. en 2021 y continuamente divulgado por El Faro—.

Sin embargo, la materia de la gobernabilidad legítima, una ciudadanía activa, sí existe en Ecuador. Se expuso en Archidona, Napo, donde un pueblo rechazó efectivamente el proyecto de megacárcel del Gobierno. Este poder es frecuente allí donde hay un tejido social denso nacido de lazos ancestrales, aunque no depende exclusivamente de identidades étnicas o vínculos tradicionales. Así vemos a los residentes de urbanizaciones privadas hacer frente a proyectos amenazantes, como observamos en Puerto Azul, Guayaquil. Son demostraciones de quién es el soberano, pero no pasan de ser excepciones cuando la regla general es una ciudadanía pasiva o masa.

Nos encontramos en un punto de inflexión suprahistórico que desborda los marcos de 1914 y 1939. Es un desafío que requiere respuestas regionales, como atisbó Bolívar. Lo indica nuestro feriado de independencia, pues el 24 de mayo de 1822 no tiene que ver con el Estado ecuatoriano fundado en 1830. Recuperar nuestra soberanía precisa conocer quiénes somos, no quiénes nos han enseñado a ser. Solo así podremos atravesar la ilusión óptica de este “mundo feliz”. El consumidor ve el precio del smartphone, pero ignora que financia la esclavitud infantil para extraer el cobalto del Congo. Este hábitat civilizado evoca un “camino a la servidumbre” y da igual que se lo llame socialista o capitalista. Haría bien el Gobierno en despabilarse de la fiesta a costa de la Tierra, reajustar sus objetivos hacia las raíces todavía vivas y legitimar nuestro lugar al otro lado de la metamorfosis mundial. A menos que cambiemos de rumbo, vamos a terminar donde nos dirigimos. (O)