A propósito de una reciente entrevista a una abogada constitucionalista que propone que la Corte Constitucional del Ecuador siga el ejemplo de su par colombiana y declare un “estado de cosas inconstitucional (ECI)” en el sistema de salud, debido a su evidente colapso, resulta necesario introducir una dosis de realismo que con frecuencia se pierde en el debate público. No basta invocar precedentes comparados ni reiterar la centralidad de los derechos fundamentales. También es necesario plantear la pregunta de fondo: ¿puede un Estado garantizar derechos cuando ha perdido, por decisión propia, la capacidad material de financiarlos?
La escasez de recursos públicos no es coyuntural. Se ha agravado por factores estructurales. A la caída del precio internacional del petróleo se suma una reducción severa de la producción, causada por la falta de inversión sostenida para mantener y maximizar la extracción. Pero el problema va más allá del mercado: responde también a decisiones políticas y constitucionalesque han restringido, cuando no clausurado, fuentes estratégicas de ingresos.
La propia Corte Constitucional —en cumplimiento de un mandato derivado de una defectuosa consulta popular (dejar el petróleo debajo del subsuelo)— dispuso el cierre de campos petroleros de alta producción y proyección futura. A ello se añade un efecto poco discutido: más de 1.500 millones de dólares que el Estado deberá destinar al desmontaje de infraestructura, equipos y maquinaria en los campos suspendidos o cerrados. No se trata solo de ingresos que dejan de percibirse, sino de costos que el país debe asumir sin posibilidad de recuperarlos.
En paralelo, la Constitución vigente y el clima político-social han generado una reticencia estructural frente a la minería legal (la ilegal “está bien”) y a otras formas de aprovechamiento responsable de recursos naturales, incluso en contextos donde podrían representar una respuesta racional a la crisis fiscal. El resultado es evidente: un país con crecientes obligaciones sociales, pero con cada vez menos capacidad de generar ingresos.
En este escenario, plantear que la Corte Constitucional declare un estado de cosas inconstitucional resulta problemático. El ECI presupone algo esencial: un mínimo de capacidad fiscal que permita ejecutar órdenes estructurales, aunque sean progresivas. Cuando ese presupuesto material no existe, la técnica pierde eficacia.
Aquí no estamos ante una simple falla de gestión pública. Estamos frente a una crisis estructural de generación de recursos, agravada por decisiones constitucionales que restringen las principales fuentes de financiamiento estatal. En estas condiciones, cualquier orden judicial corre el riesgo de convertirse en una declaración simbólica, incapaz de materializarse en el corto o mediano plazo.
Existe además una paradoja institucional que no puede soslayarse. La Corte Constitucional no puede, sin afectar su coherencia institucional, participar en un diseño normativo y decisional que reduce de forma sustantiva la capacidad del Estado para generar ingresos —diseño reforzado por una narrativa social que demoniza el extractivismo— y luego reprochar al Ejecutivo la incapacidad de expandir políticas públicas, demandantes en recursos. Ese razonamiento circular produce un efecto de autorreferencia improductiva, donde el control constitucional termina girando sobre sí mismo.
El riesgo es mayor: una declaratoria de estado de cosas inconstitucional, en un contexto de inviabilidad financiera, puede normalizar el incumplimiento de las decisiones judiciales. Cuando el Estado no cumple por imposibilidad material, la interpretación constitucional y judicial que impone mandatos inexigibles, termina erosionando la autoridad de la Constitución y de la propia Corte.
Nada de esto implica desconocer la gravedad de las carencias sociales. Pero conviene decirlo sin ambigüedades: no es apropiada una sentencia constitucional que, al pretender expandir o intensificar políticas públicas, ignore o contradiga las condiciones reales de una política sostenible de generación de ingresos, forzando una realidad económica que el propio orden constitucional y el entendimiento de la Corte Constitucional han restringido aún más.
La justicia constitucional no puede convertirse en un ejercicio de proclamación normativa, desligado de las condiciones materiales para el cumplimiento. Reconocer el límite material de los derechos no los debilita; los hace sostenibles y exigibles en el tiempo. (O)










