Estamos a pocos días de la celebración de la Navidad en el mundo occidental y en los países de tradición cristiana. Es un tiempo colectivo, imposible de vivir en soledad. Algo se mueve en todos los estamentos, incluso en quienes dicen no esperar nada. Somos llevados por un río multitudinario.
Preparar la Navidad no empieza en las luces ni en los villancicos: empieza en el cuerpo, en ese movimiento interior que anuncia que estamos en trabajo de parto.
No es una metáfora amable. Todo parto incomoda, duele, exige.
Como sociedad estamos pariendo entre contracciones: miedo, ansiedad, cansancio, incertidumbre. Algo quiere nacer, aunque todavía no sepamos qué forma tendrá.
Las calles pueden estar sombrías y las noticias cargadas de amenaza. Sin embargo, diciembre nos obliga a levantar la mirada. Las luces no niegan la oscuridad: la desafían. Son un acto de resistencia, como tantos gestos humanos que sobreviven cuando el ánimo se encoge.
Este tiempo también es de encuentros atravesados por ausencias. Falta gente. La mesa tiene sillas vacías. Aun así, nos buscamos: desde una pantalla, desde la memoria, desde una llamada tardía. Cada intento prepara el lugar donde lo nuevo insiste en nacer.
La Navidad de los desplazados –los que huyeron, los que duermen donde pueden, los que intentan recomenzar, los que perdieron sus familiares, casas y negocios, por la violencia– es la más parecida al relato bíblico, aquella que ocurrió en Belén: intemperie, miedo, un niño frágil y ningún lugar asegurado. Y el poder político que desconfía, que no quiere perder el poder que cree tener. Y que, por las dudas, manda a eliminar a quien represente una amenaza. Y la solidaridad de los más desfavorecidos que encuentran cómo tender la mano y ayudar.
Para quienes viven esa realidad concretamente, puede ser la Navidad más profunda, pues los enfrenta y los obliga a buscar el sentido de la vida y de la historia.
A veces la parafernalia de los regalos puede distraer de la alegría mansa de la presencia de Dios en la cotidianeidad. Los regalos llegan envueltos en brillo, pero sabemos que lo verdaderamente valioso no se compra: una visita inesperada, una voz que dice “Aquí estoy”, una comida hecha con tiempo y memoria. Mientras se cocina, algo se cura. Mientras se comparte, algo se repara.
Y en medio de todo surge la pregunta decisiva: ¿qué Dios se revela en estas fiestas que celebramos?
No el todopoderoso distante, sino un Dios que necesita.
Un Dios que se deja cargar, alimentar, proteger. Que se enreda en nuestro ADN y lo transforma desde dentro. Un Dios vulnerable que confía su destino a nuestras manos. Es realmente el corazón de la Navidad, un Dios desvalido, un Dios que no se defiende. Él quiso entrar en nuestra historia: anónimo y escondido. La presencia de Jesús no apareció en la crónica de Jerusalén ni mucho menos en la de Roma. No vino a resolver nuestros problemas. De hecho, se convirtió para sus padres en un problema: como escapar a la persecución de Herodes.
La Navidad no celebra la fuerza, sino la fragilidad que salva. Tal vez eso sea lo que estamos pariendo. (O)









