Recuerdo el momento en que descubrí mi vocación: tenía 8 años y ya me conmovían las injusticias. No podía aceptar el maltrato hacia lo vivo. Esa sensibilidad se volvió brújula y fue reforzada por la sabiduría de mi abuelo. Años después, los estudios en agricultura ampliaron mi mirada, y la experiencia de gestionar el ambiente desde la función pública confirmó que la sostenibilidad no es un ideal lejano, sino la base de nuestro futuro.
En un rincón de internet, el WorldMeter recuerda que el planeta vive bajo presión. En lo que va del año, la población mundial ha crecido en decenas de millones que se suman a compartir agua, aire, alimentos y energía. La industria avanza en paralelo: millones de autos y dispositivos fabricados, toneladas de minerales extraídos.
El costo ambiental es enorme: más de tres millones de hectáreas de bosque perdidas cada año y emisiones de CO, dióxido de carbono, en aumento. Según la Organización Mundial de la Salud, OMS, más de 500 mil personas mueren anualmente por consumir agua contaminada. En América Latina y el Caribe solo se aprovecha el 10 % de los residuos; el resto termina en ríos y calles. Sin embargo, hay señales de esperanza.
Ecuador ha logrado recuperar el 12 % de sus residuos sólidos, el mejor porcentaje de la región según el índice de Yale, fruto de modelos colaborativos que unen a productores, consumidores y Gobiernos.
En otras latitudes, algunos países entendieron que medir únicamente el Producto Interno Bruto, PIB, es insuficiente y avanzan hacia nuevas métricas, como el Producto Ecológico Bruto, que reconoce la salud de los ecosistemas como parte de la riqueza. Costa Rica, Nueva Zelanda o los países nórdicos demuestran que la prosperidad auténtica depende de cuidar nuestra “bodega natural”: bosques, agua y biodiversidad.
Nos educaron bajo un paradigma lineal que celebra el consumo como sinónimo de progreso: extraer, producir, usar y desechar. El PIB puede mostrar crecimiento mientras agotamos acuíferos o talamos selvas, pero esa riqueza es ilusoria, porque vaciar la bodega natural nos empobrece, aunque las cifras digan lo contrario.
La economía circular ofrece una salida. Solemos repetir las tres erres de reducir, reutilizar, reciclar; pero la más transformadora es la que rara vez mencionamos: rechazar.
Rechazar lo innecesario, la bolsa plástica que no pedimos, el adorno del sushi que nadie come, la moda fugaz que se vuelve residuo. Ecuador demuestra que cuando el “nosotros” actúa, se logran cambios reales: el 95 % de las baterías de plomo se reciclan con Bapu, los aceites lubricantes son reinsertados en la economía con Recoil y los neumáticos se gestionan gracias a Seginus.
El verdadero liderazgo no ocurre en los escenarios internacionales, sino en lo cotidiano: cerrar la llave al cepillarse los dientes, desenchufar los aparatos que no usamos. No se trata de ser los mejores líderes del mundo, sino los mejores líderes para el mundo. Ese es el poder de nosotros: la suma de miles de decisiones pequeñas que, aunque imperfectas, tienen la fuerza de cambiar la historia. (O)







