Roma, ciudad de conquistas y de instituciones decisivas, tuvo siempre un criterio claro para medir la grandeza de sus líderes: producir hechos, no discursos. El prestigio de un imperator –título militar concedido al general victorioso– nacía en el campo de batalla y no en los foros: campañas culminadas, enemigos derrotados, territorios asegurados.

Sin embargo, Roma también aprendió a traicionar ese estándar. Esta conoció pronto una costumbre peligrosa: proclamar victorias antes de ganarlas o, peor aún, simularlas. Surgieron así los imperatores nominales, que inflaban escaramuzas menores, convertían lo ordinario en épico y desfilaban como si el mérito los respaldara.

Uno de los episodios más reveladores es el de Marco Licinio Craso. En medio de un mando difícil y sin resultados visibles, recurrió a la espectacularidad como sustituto de la capacidad. Quería ser percibido como un gran comandante sin haber logrado una victoria real. Así llegó a uno de los gestos más absurdos del periodo: tomar a dos caminantes al azar, presentarlos como prisioneros de guerra y pasearlos por la ciudad entre aplausos organizados.

Durante un tiempo funcionó; Roma siempre ha respondido al ritual. Pero los problemas crecieron y la escenografía empezó a mostrar su fragilidad. No hay aplauso que tape una realidad que insiste.

La historia terminó alcanzándolo. Cuando por fin tuvo que enfrentar una guerra verdadera, lejos del escenario controlado, Craso se topó con lo que jamás pudo guionizar: un enemigo disciplinado, un terreno hostil y un ejército propio menos preparado de lo que la propaganda insinuaba. Su campaña contra el Imperio Parto derivó en desastre, y su figura quedó marcada no por el brillo de un triunfo, sino por la torpeza de una derrota anunciada. Es la ironía del poder: quien se entrena en simular victorias llega desarmado al único día en que la victoria es indispensable.

Ese mecanismo no pertenece al pasado; es una salida falsa ante problemas reales. Por eso persiste: es funcional para quienes rinden homenaje al espectáculo y al tema del momento; permite mostrar movimiento sin producir resultados. Lo vemos hoy en múltiples espacios de poder alrededor del mundo: estrategias destinadas no a gobernar mejor, sino a administrar percepciones y ocupar la discusión pública con la ilusión del avance. Cambian los formatos –ruedas de prensa, anuncios, campañas, eslóganes–, pero la lógica es la misma: llenar de relato el espacio donde deberían estar los resultados.

Ahí aparece el verdadero punto de quiebre: el problema no es solo del gobernante que elige la apariencia sobre el trabajo. También es de la sociedad que premia más el gesto que la gestión, más la narrativa que la decisión, más la promesa que el impacto verdadero en su vida diaria. Mientras existan aplausos fáciles, siempre habrá algún Craso dispuesto a producir el siguiente espectáculo.

Roma nos deja una lección, la política puede recurrir a rituales que encanten, pero solo los resultados generan estabilidad. La historia es clara: el espectáculo siempre cae antes que el problema. (O)