“Diciembre siempre es así”, se escucha a menudo: en las conversaciones cotidianas, en los intercambios con los colegas o con nuestros cercanos. El espíritu navideño llega, invade y el ambiente se impregna del brillo festivo. Hay un ánimo especial en los escenarios de nuestro tránsito diario, pero difícil de comprender, si admitimos el origen e intenciones espirituales de esta fecha.
Y me refiero a lo normalizado que está el enfrentarnos al caos en el que se envuelve la ciudad, una ciudad de por sí, bastante desordenada y quemeimportista del cuidado del otro. Entiendo el frenesí por las compras anticipadas de los regalos, el mínimo aprovechamiento de descuentos o de la organización de encuentros con los núcleos próximos. Pero qué difícil asimilar que somos seres vulnerables a las tendencias del comercio que seduce y obliga a seguir los patrones del consumo.
Sí preocupan los escenarios de las violencias mínimas. Vivimos una especie de telerrealidad: documentar el barullo y observar las conductas de los otros en el desastre. Solo basta regresar a los videos de una popular cadena de supermercados que cada año ofrece días del Black Friday extendido para que la ciudad asista al show que nos ofrecerán los clientes apurados y anhelantes de las ofertas. Cada uno va a lo suyo, a la búsqueda del ahorro oportuno (y se entiende en un país tan desigual como el nuestro), pero lo que no se justifica es la práctica de agresiones físicas a la que se puede llegar.
Empujones, insultos, combate cuerpo a cuerpo, esa es la experiencia de la compra. Qué puede ser gratificante en dichos escenarios. ¿Olvidarte del mundo? ¿Sentir la gloria de ganar? Existen estudios sobre el consumo que revelan cómo los neurotransmisores como la serotonina y dopamina intervienen en la seudofelicidad momentánea que se produce al adquirirse el producto anhelado. Somos seres funcionales al sistema capitalista. Al no descanso. A la producción excesiva. Participamos en un mundo lleno de necesidades, al extremo, al límite. Difícil cambiar las tendencias del consumo, necesitamos de las cosas y sabemos que muchas son parte de nuestro kit de superviencia. Pero diciembre se ha convertido en la fecha del agotamiento extremo, de la ansiedad y de la velocidad.
Cada caso es particular. Seguramente hay familias y grupos muy selectivos con las dinámicas que imperan en las fechas. Han decidido construir rituales más espirituales, más íntimos y lejos del frenesí que lidera la rutina. Tal vez un buen regalo sea el darnos horas de ocio, contemplación, silencio o escape, por eso sintonizar con la escritora May Sarton en un apartado de su libro Diario de una soledad: “Puedo entender que la gente huya de los descomunales esfuerzos que nos exige la Navidad, incluso aquellos que no tienen niños, como es mi caso. Seguramente todos sienten las mismas ganas de rebelarse que yo cuando, a mediados de diciembre, empiezo a verme oprimida por la necesidad de encontrar regalos, el inmenso esfuerzo de envolverlos y enviarlos, y la incesante culpabilidad por las tarjetas y cartas no enviadas”. Esto es la Navidad, pero también el deseo de que actos bienintencionados perduren. (O)









