De Brasil aprendí que la vida, pese a las tristezas, está llena de motivos de celebración. El mismo sol que baña la tierra y la posibilidad del abrigo, pueden ser jolgorios. Somos una fiesta, porque estamos vivos, hemos recorrido un largo trecho y aún soñamos. Los grandes dolores son grandes maestros. Lo que no te mata, te puede hacer más alegre, más consciente del mundo, más lleno de gracia.

De Brasilia aprendí que nuestros grandes proyectos nos definen. Merecemos sueños colosales y la paciencia que los puede hacer posibles. Ningún sueño es perfecto, pero todos implican, como diría Chico Buarque, una (de)construcción: amamos aquella vez como si fuese última, única, máquina, mágica, sólida, lágrima. A nuestros sueños gigantes es preciso sentirlos más que pensarlos.

De Itamaraty aprendí la pertinencia de ser flexibles, como los arcos y el agua. La paz no es una derrota o una pérdida, sino un encuentro, un abrazo. Tenemos la posibilidad, el reto, la dificultad, la misión o el destino de ser encantadores. La amabilidad es un poder diplomático extraordinario, más aún con encanto, gracia, música, sonrisas, buena comida y buen vino. Somos lo que queremos ser.

De la Plaza de los Tres Poderes aprendí la fuerza del espacio. Los lugares son símbolos, proyectos colectivos, conquistas de la historia, recordatorios, destinos deseados. La vida institucional también puede encontrar su cauce, venturosamente, entre paredes de cristal. Planalto, el Congreso y el Supremo Tribunal Federal escriben su futuro sin olvidar su historia ni su independencia, tampoco las violencias a las que han resistido.

De Clarice Lispector aprendí que Río de Janeiro es un oráculo, una saudade y un milagro. Desde el Cristo Redentor del Corcovado se vislumbra la más completa metrópoli de toda América, con playas y cerros, rascacielos lujosos y favelas marginales, el pasado imperial y su contemporáneo balanceo, que viene y que pasa, camino del mar. Las buenas rachas suceden todos los días. Son los regalos de esta vida.

Del histórico Estadio de Maracaná aprendí que Ecuador, algunas veces, se levanta y alcanza la gloria. Que no todo es tristeza, pues existió Spencer y existe la Liga de Quito. No debemos olvidar lo que hemos sido ni los sueños que nos sostienen. La alegría carioca, por lo demás, es la más bonita del mundo, más aún cuando el Flamengo de Gonzalo Plata gana la Libertadores y las multitudes bailan en las calles, con sus cuerpos dorados del sol de Ipanema, son todo un poema, que andan susurrando en versos y trovas. Mientras que en Santa Teresa aprendí que hay palabras inolvidables, que forman nostalgias, como Caetano Veloso o Joao Gilberto. Y la soledad o el amor son experiencias maravillosas, que hay que degustarlas con limones, hielos y cachaza.

En Copacabana recordé la importancia del mar. El mar de Brasil es un maestro sabio. Alguna vez fui un niño y mi abuelo amado me enseñó a saltar hacia las olas. Muchos años después he descubierto que ese fue un aprendizaje para transitar los oleajes de la vida adulta. Ante el mar somos insignificantes y efímeros, pero podemos ser elementos vivos de su grandeza, su gracia o su tránsito. (O)