Era como escuchar los gritos de un animal herido. Agarrado de una reja hasta con las uñas el hombre, humilde y de mediana edad, suplicaba por su vida, porque no se lo llevase una horda criminal armada de fusiles y pistolas, que había estado dándole cacería esa madrugada reciente, en un popular sector de Guayaquil. A puntapiés lograron que se suelte de la reja, desfalleciente, para treparlo en un vehículo y partir sin ninguna prisa hacia su guarida.

Horrorizados, los vecinos lo escucharon todo y sufrieron en silencio el mismo dolor que el hombre que estaba siendo masacrado. Nadie salió. Ni siquiera se atrevieron a asomarse a la ventana o mirar tras la cortina. Nadie pidió ayuda por el tremendo miedo de que los maleantes se dieran cuenta y fueran ahora contra ellos. Nadie volvió a dormir, porque se repetían en sus oídos todo el tiempo los gritos desesperados del vecino, aquel que cada madrugada salía en su vehículo a buscar mercadería para su tienda, de la que a la vez todo el barrio se abastecía.

El relato se lo escuché, con la piel erizada, de uno de esos vecinos que desde ese día no han vuelto a dormir temiendo un nuevo ataque en la zona. O por el estruendo de los juegos pirotécnicos, usuales en fin de año, pero que ahora, en los barrios, sirven para enmascarar el sonido de las balas, o para festejar un ataque “exitoso” contra algún rival en la carrera del delito o en las ansias de crecer territorialmente en ese mundo.

Ocurre aquí y ahora. En medio de la vulnerabilidad social de seguridad que se vive en los sitios populares. En la acción de una serie de grupos con nombres a ratos difíciles de pronunciar, pero que tienen significados afines a sus orígenes, sus disputas, sus egos y un largo etcétera. Donde el liderazgo no se hereda ni responde a procesos protocolarios, sino que se toma por asalto, cuando alguno de los cabecillas trastrabilla y sale de escena.

El secuestro extorsivo se ha regado a lo largo y ancho de la ciudad y a pesar de que se evidencian operativos de control, no dejan de ocurrir, con acciones “ejemplarizadoras” como las que vivieron los vecinos a los que me referí antes, que sin duda nunca olvidarán la lección impartida antes del alba.

¿Qué pasó con el tendero arrebatado de su casa a puntapiés? La policía llegó en un tiempo tolerable, pero a más de indagar los hechos, no pudo sacar mayor información de los parientes, que cumplieron a rajatabla la advertencia de no hablar con uniformados. Por rumores se supo la extraordinaria cifra que pidieron como rescate y que en negociaciones directas con la familia redujeron más o menos a la mitad, hasta lograr apropiarse del capital de trabajo de la tienda, como castigo por no haber atendido antes sus exigencias de “vacunas”. Y lo devolvieron. Hinchado. Reducido físicamente y directo a buscar atención médica. Ah, y con la lección aprendida de cuánto será de ahora en más su “tarifa” mensual que evite una nueva sorpresa dolorosa, más allá de lo que ya se pagó.

He traído este relato hasta ustedes con la misma angustia que tuvieron quienes lo vivieron y lo sufrieron. Y con una pregunta que no logra respuesta: ¿hasta cuándo? (O)