Otro escándalo judicial sacude al país. Un juez anticorrupción ha renunciado a su cargo por verse presionado desde el Consejo de la Judicatura para que favorezca a un narcotraficante que tuvo la osadía de amenazarlo de muerte. La seguridad que daba protección al juez habría sido coincidentemente retirada. El presidente de ese organismo –encargado de velar por la transparencia y probidad del sistema judicial– se ve arrastrado en semejante situación, ya de por sí grave, por el hecho de que su cónyuge ha sido abogada del narcotraficante, así como del líder de una banda de delincuentes.

El presidente del Consejo de la Judicatura debió haber renunciado días atrás. Ojalá que no repitamos el conocido espectáculo de que nadie aclare nada, que nadie investigue, que nadie sea sancionado. En países como Chile –a propósito de la próxima visita del presidente electo de esa nación– sería impensable semejante reacción. Lo que sí ha de suceder es que quienes comenten y denuncien este escándalo han de ser amenazados y hasta probablemente enjuiciados penalmente (o civilmente por daño moral, que está de moda); demandas que serán ventiladas probablemente ante otros jueces del mismo sistema carcomido. ¿Cuántas otras presiones similares a la denunciada se ejercen a diario sobre jueces?

Ya no estamos frente a las causas de una debacle judicial. Esto en realidad es el síntoma de su descomposición. Hace poco vimos cómo al Estado ecuatoriano lo condenaban a pagarle 200 millones de dólares a una multinacional por causa de la corrupción judicial. Esta sentencia se une a otras que en el pasado han sido igualmente condenatorias del Estado por denegación de justicia, y lo más probable es que en el futuro habrá otras similares por la misma causa. El país envía las peores señales a los inversores extranjeros. A falta de inversión a los gobiernos no les queda más que seguir endeudándose. Somos ya el tercer deudor del Fondo Monetario Internacional, luego de Ucrania y Argentina. Pero la corrupción judicial va mucho más allá.

Quince años han pasado desde el asesinato del general Gabela. Quince años en los que el sistema judicial ha sido incapaz de sancionar a los responsables. El pecado del general Gabela fue denunciar actos de corrupción durante el régimen más corrupto que tuvimos en el Ecuador, el del socialismo del siglo XXI. La esposa del general Gabela, con una entereza admirable, ha sabido dar cara a un Poder Judicial encubridor e indolente. Y ya llevamos más de dos años desde el asesinato de Fernando Villavicencio. Y el sistema judicial parece haberse encargado de asesinarlo por segunda vez. Su proceso lo han convertido en un circo de la vergüenza. Sus hijas han tenido que llevar solas la pesada carga de una justicia indiferente. Y los casos como estos se suman, se multiplican y crecen imparables.

Esta descomposición afecta a toda la república. A los empresarios, a los trabajadores, a los ecuatorianos de toda condición social, a los derechos humanos, a la economía y a la democracia, pero en especial afecta a los pocos jueces honorables que existen, así como a aquellos jóvenes que hoy estudian o ejercen jurisprudencia creyendo aún en el Derecho. ¿Vamos a seguir tolerando el asalto de las mafias a la justicia o enfrentaremos a semejante nido de víboras? (O)