Mientras que Donald Trump cambia sus aranceles a diario, sin ningún aparente sentido o estrategia, los países de América Latina y el Caribe deben enfrentar al mismo tiempo normas ambientales de la Unión Europea (UE) con vigencia extraterritorial.

Dos piezas clave –el Mecanismo de Ajuste en la Frontera por Carbono (CBAM, por su sigla en inglés) y el Reglamento sobre Productos Libres de Deforestación de la Unión Europea– han empezado a entrar en vigor. El CBAM, que entrará plenamente en vigor en enero de 2026 tras un período de transición que se inició en 2023, busca imponer un precio al carbono implícito en ciertos productos importados a la UE –acero, hierro, aluminio, cemento, fertilizantes, hidrógeno y electricidad, inicialmente– para nivelar el terreno de juego con productores europeos, quienes pagan por sus emisiones bajo el Régimen de Comercio de Derechos de Emisión (ETS). El ámbito de aplicación puede ampliarse con el tiempo hacia otros sectores cubiertos por el ETS.

En teoría, es una medida para evitar la “fuga de carbono”: que industrias europeas se trasladen a países con normas ambientales más laxas. En la práctica, el mecanismo puede dejar fuera del mercado europeo a exportadores latinoamericanos que no tengan la capacidad para reportar y reducir sus emisiones.

Los países más afectados en la región serán Brasil (el principal producto es hierro y acero; 0,8 % de sus exportaciones totales se ven afectadas), República Dominicana (hierro y acero; 1,4 %), Honduras (aluminio, 5,8 %) y Trinidad y Tobago (fertilizantes; 6,3 %).

Una alternativa para los países en desarrollo es adoptar sus propios impuestos o precios al carbono. Ya existen impuestos al carbono en algunos países. A la fecha, Argentina, Colombia, Chile, México y Uruguay han adoptado impuestos al carbono, aunque a tasas inferiores a las de Europa. México cuenta con un impuesto al carbono a nivel nacional y subnacional, y un sistema de compensación de emisiones (SCE) en fase piloto. Argentina, Brasil, Costa Rica, Panamá, Paraguay y Perú están considerando la implementación de un SCE, según el Banco Mundial.

La adopción de impuestos a las emisiones podría generar recursos para impulsar la descarbonización de la industria y la economía; la alternativa es pagar dichos impuestos al exportar a la Unión Europea, la cual no se ha comprometido a usar dichos recursos para facilitar la transferencia de tecnologías o financiar la transición ecológica en los países en desarrollo (aunque si es una de las principales fuente de financiamiento climático para dichos países, sea directamente a través de donaciones y garantías de la UE, o a través de préstamos de bancos multilaterales o bilaterales europeos).

El Reglamento sobre Deforestación, por su parte, es aún más ambicioso y polémico. Aprobado en 2023, busca garantizar que productos como soya, ganado, aceite de palma, cacao, café, caucho y madera no provengan de tierras deforestadas después de 2020. Se incluyen también productos derivados de estas materias primas (tales como carne, cuero, harina de soya, aceite, chocolate, etc.). El reglamento traslada el peso de la prueba –y de la vigilancia– a los productores en los países en desarrollo. Un pequeño caficultor ecuatoriano deberá demostrar que su parcela no ha contribuido a la deforestación. La regulación también entrará en vigor en enero de 2026 para grandes empresas; las micro- y pequeñas empresas tendrán hasta junio de 2026.

Muchos países latinoamericanos no cuentan con un catastro actualizado, monitoreo satelital propio ni acceso a tecnologías de trazabilidad.

Hay una Iniciativa del Equipo Europa para promover cadenas de valor libres de deforestación por 70 millones de euros, y adicionalmente programas europeos como AL-INVEST Verde y Euroclima+ han estado apoyando proyectos para fortalecer la trazabilidad y los catastros.

Algunos países en desarrollo se han quejado de que dichas regulaciones pueden entenderse como expresiones de un neoproteccionismo verde. La UE responde que únicamente busca poner a sus productores en igualdad de condiciones con los productores de otros países, y que por ende estas normas cumplen con las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

En última instancia, el riesgo es doble: por un lado, que se excluya a América Latina y el Caribe de cadenas de valor europeas sin ofrecer alternativas. Por otro, que la región se vea forzada a elegir entre cumplir con exigencias europeas o vender sus productos a mercados menos exigentes, como China, que no preguntan por la huella de carbono ni por la deforestación. (O)