Nos preparamos para una consulta en pocos días. No podemos anticipar los resultados, pero sí debemos prepararnos si gana la opción del sí.
Una nueva constitución no se escribe entre gritos ni desde trincheras. Se construye cuando un país es capaz de escucharse, de mirarse sin miedo.
Y hoy, el Ecuador no está en ese punto. Venimos de un paro que fracturó más que las carreteras: quebró confianzas.
La Sierra todavía carga las pérdidas humanas y materiales, sobre todo entre la población indígena del norte. La Costa enfrenta otra guerra: la del miedo y la violencia que se come las calles. En todo el territorio hay heridas abiertas, resentimientos viejos y nuevos. Es un ambiente poco propicio para pensar juntos el país que queremos ser.
Sin embargo, se habla de una nueva constitución. Y surge la pregunta incómoda: ¿estamos preparados? Porque podríamos ir a votar movidos por la reacción –por o contra el Gobierno, por o contra los indígenas–, por la inseguridad o el cansancio, no por el sueño de una nación unida.
Repetiríamos el error de construir desde la rabia, desde ideologías que no dialogan, sino que se crispan y separan. Y lo que nace de la cólera no produce buenos frutos...
Según datos aportados por Gonzalo Ortiz en Primicias, la realidad indígena sigue siendo una deuda enorme: el 68,5 % de su población tiene necesidades básicas insatisfechas y el 59 % vive en pobreza por ingreso. Aunque representan alrededor del 8 % de los ecuatorianos –lrededor de millón y medio de personas–, son la raíz viva del país, la memoria de lo que fuimos y el cimiento de lo que podríamos ser.
Es una pobreza estructural, sostenida por desigualdades económicas, culturales y educativas. Hay responsabilidades compartidas: del Estado, de la sociedad y también de las propias organizaciones indígenas. Pero la verdad es simple y dura: la mayoría vive en el campo, donde las carencias se multiplican y las oportunidades escasean.
Una nueva constitución no puede nacer del olvido, si no recogemos las voces que han sido calladas o a los que buscan irse porque ya no creen en el país estaremos escribiendo otra vez para unos pocos. Para tener legitimidad debe ser un espejo donde todos nos reconozcamos en los trazos esenciales. Si actuamos como adversarios, tendremos una colcha de retazos, no una constitución duradera. Será un texto transitorio, escrito por unos y borrado por los siguientes. Y el tiempo es corto. No podemos darnos ese lujo otra vez.
El desafío es sentarse codo a codo, no frente a frente. No para derrotar al otro, sino para descubrir lo que nos sostiene. Nadie puede salir como perdedor. Tal vez la clave esté en algo más humilde: reconocer qué parte de la verdad del otro puede sumarse a la mía, y viceversa.
No se trata de uniformar, sino de integrar. De aceptar que nuestras diferencias no son un obstáculo, sino el tejido de un solo cuerpo político.
Una constitución nueva, si ha de tener sentido, debe nacer de esa madurez: de un país que decide pensarse entero, sin excluir a nadie. Solo así, el texto que escribamos no será un acuerdo pasajero, sino un compromiso de vida. Y entonces, con verdad y sin adornos, podremos decir: “Ecuador es un país que aprendió a construir hombro a hombro”. (O)














