Quisiera creer otra vez en el país en el que era posible decir la verdad y discrepar sin suscitar rencores, tolerar sin miedo, hacer amistad con un gesto, hablar con el vecino sin reservas, caminar sin regresar a ver, cruzar un páramo admirando la belleza de la ruta, y meterse en un pueblo cualquier madrugada, golpear una puerta y pedir posada.

Quisiera creer que ese país no ha muerto, que el de ahora es el mismo de la hospitalidad antigua, el del gesto generoso, el del diálogo, la confianza y la mano extendida.

Pero me temo que aquel país ya no existe, que lo arruinamos entre la violencia, las pedradas y los gritos, entre la indiferencia y la comodidad. Ese país se saturó de política, se ensució con las salpicaduras de la corrupción y el disparate, y lo achicó la mediocridad. Y permitimos que eso ocurra sin dar la cara, sin admitir que nuestra casa estaba en ese país. Ahora tenemos otro, este en el que los cálculos prevalecen sobre las pobrezas, en el que los análisis que hacen tantos sabios olvidan las dimensiones humanas de las cosas y reniegan del deber moral que nos impone aquello de mirar siempre hacia delante y entender las circunstancias con generosidad e inteligencia. Pasó el tiempo en que el sentido común nos decía que no todo era asunto de elecciones y dinero, y que la democracia era tema más complejo que el discurso. Y que la honradez era asunto esencial.

Pese a todo lo que ocurre cada día, quisiera creer que aún es posible hablar sin reparos ni reservas de “nuestro país”, con sus dolores, desencuentros y alegrías. Y reconocer que sus problemas no se reducen ni a la Constitución ni a la ley; que están en la educación, en la pobreza, en la incapacidad de dialogar y asumir que sin valores, sin instituciones, sin cultura, no es posible el Estado de derecho; que la libertad no es solo palabra, que es una virtud que corresponde a todos, pero que la ejercen solo los que pueden; que la paz es la joya que perdimos; que la confianza es lo que une y la desconfianza lo que distancia.

Y que la memoria es parte del secreto para prosperar, porque crea horizontes y enriquece, en tanto que el olvido y la negación anulan posibilidades y esperanzas. Que la experiencia es el principal activo y la verdadera fuente de sabiduría. Que la tecnología no debería superar a la prudencia ni a la ética ni a la lealtad. Que la generosidad es mejor que la arrogancia. Que el Ecuador es uno solo con diferentes rostros, con guayabera o con poncho, en español o en quichua: es el mismo visto de tantas formas. Y todo esto, porque el país no es solamente el Estado, no es el poder, no es solo la democracia y la política. Es anterior y superior a todo eso, que son formas y problemas, ambiciones y teorías, modos de soslayar las cuestiones de fondo, aquellas que aluden al país como sitio para vivir, como espacio bueno para ejercer la libertad y practicar la responsabilidad.

¿Se habrá extinguido ese país, será posible vivir allí otra vez? (O)