Mi recuerdo más remoto de Rodrigo Borja data de cuando lo invité a la casa familiar del barrio del Centenario para degustar ostiones de manglar. Llegó en un Volvo anaranjado con el que recorría el país y con su incansable rodar infundió la mística de identificar su partido, la Izquierda Democrática, con ese color. Corría 1978 y él era un joven candidato a la Presidencia de la República y yo un novel reportero de televisión.
Jurista quiteño, de linaje liberal, había optado por la renovación del partidismo tradicional con su propio proyecto vinculado a la socialdemocracia internacional. Bajo el eslogan “Justicia social en libertad”, la ID rechazaba tanto el neoliberalismo como el socialismo totalitario.
En su segunda postulación presidencial en 1984 ganó la primera vuelta, pero perdió la segunda ante el socialcristiano León Febres-Cordero. En la fase definitoria, en un programa en vivo, Tribuna política, de Ecuavisa, ante una pregunta incisiva, Borja reaccionó mal diciéndome que yo actuaba así porque era partidario de su rival. Molesto por la afirmación, lo conduje al terreno de sus convicciones personales, a sabiendas de que era agnóstico, preguntándole si creía en Dios; su respuesta evasiva dio lugar a que sus adversarios lo criticaran por presunto ateísmo. Más allá del rifirrafe, siempre mantuvimos una relación cordial y de respeto mutuo.
Borja era un personaje que, con su intelectualidad, perfilaba a un líder predestinado a hacer historia. Su discurso de tono reformista a ratos se asemejaba a la izquierda pura y dura. Ponía énfasis en el sentido ético de la política y el poder transformador de las ideas. Gozaba contando anécdotas de su participación en foros internacionales donde tuvo oportunidad de amistar con personajes como el canciller alemán Willy Brandt, el primer ministro sueco Olaf Palme y el presidente francés Francois Miterrand.
El desgaste del régimen de Febres-Cordero le brindó una oportunidad única para ganar en su tercer intento la Presidencia en 1988. “Ahora le toca al pueblo” fue su lema que remarcaba diferencias con una administración presuntamente oligárquica y de élites empresariales.
Su tesis era gestionar la economía “de abajo hacia arriba” en el marco del concepto de que el Estado debe inyectar directamente recursos a la base de la población. Adoptó una política de gradualismo para equilibrar las principales variables económicas, incluido el tipo de cambio, aunque fue imposible abatir la inflación que erosionaba los salarios. Pese a las tensiones sociales que derivaron en el primer paro indígena de la Conaie, en 1990, Ecuador se mantuvo como una “isla de paz”, según Borja.
En vísperas del final de su mandato, lo fui a entrevistar a Carondelet para la cadena Eco-México (Televisa), donde lo vi sonriente. Podía acreditar haber gobernado como un presidente democrático con arreglo a la Constitución, respetando escrupulosamente la independencia de poderes. Un Gobierno de manos limpias donde ni la oposición intolerante cuestionaba su honestidad e integridad. Réquiem por Rodrigo, que con el mismo halo de santidad laica ha bajado a la tumba para consagrarse ante la posteridad como un Grande de la Patria. (O)










