El duque de Kent, disfrazado de Caius, sorprende a un criado tratando con desconsideración al rey Lear, lo derriba de un puñetazo y le espeta: “Tú, vil futbolista”. La frase es de Shakespeare en su obra teatral King Lear y data de 1603 y 1604. Ya por entonces, y desde mucho antes, se jugaba fútbol en las Islas Británicas. Se enfrentaban pueblo contra pueblo. El que dos bandos patearan un esférico de una meta a otra venía de la más remota antigüedad. Pero se lo practicaba de maneras diferentes: con las manos y los pies, con trece o catorce jugadores; sin árbitro, lo que generaba frecuentes peleas, sin técnicos ni dirigentes que pusieran orden, era un juego casi salvaje donde se podía pegar o hacerle una zancadilla a quien llevaba el balón para impedir un gol. Ni siquiera había un arquero designado, cualquiera podía evitar un gol. Prácticamente nada era como lo conocemos hoy. Ni se soñaba con la FIFA, la UEFA o la Conmebol. Para poner fin a tanta anarquía, dos estudiantes de la Universidad de Cambridge, Henry de Winton y John Charles Thring, convocaron a miembros de otras escuelas inglesas para definir un reglamento. Redactaron diez reglas muy sencillas. Fue en 1948. Ambos lograron consenso y compusieron el célebre Código de Cambridge, acta fundacional de este fenomenal invento. Fue el primer intento de organizar este pasatiempo, cada vez más arraigado.