Dormir bien es elemental para poder tener una buena salud, rendir en el trabajo y reponer energía tras el ejercicio y las actividades diarias.
Las personas que duermen mal son más propensas a tener que compensar esa falta de sueño, muchas veces con mala alimentación, reseña CNC Salud.
Los efectos negativos de dormir mal
Es posible que un día después de dormir mal, resulten más apetecibles las papas fritas o los dulces que la comida saludable habitual. No se trata de fuerza de voluntad, y es que, ante la falta de descanso, el cerebro procura obtener soluciones rápidas y altas en calorías.
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Esta situación tiene una explicación científica, y es que diversas investigaciones han encontrado que la falta de sueño puede alterar las señales de hambre y debilita el autocontrol, perjudicando el metabolismo de la glucosa, lo que incrementa el riesgo de subir de peso, señala Science Alert.
Muchos de estos cambios pueden producirse incluso después de una noche de mal sueño, pero si se repiten a lo largo del tiempo y no se tratan, pueden ser mucho más perjudiciales.
Al tener estos patrones, el reloj interno del cuerpo se ve alterado, causando más antojos, malos hábitos alimenticios, más riesgo de obesidad y enfermedades metabólicas.
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La buena noticia es que tener unas noches de sueño constante y de alta calidad permitirá reequilibrar sistemas claves para empezar a revertir algunos de estos efectos.
¿Cómo afecta la falta de sueño a las hormonas del hambre?
El hambre es regulada en el cuerpo mediante un ciclo de retroalimentación hormonal en el que participan dos hormonas clave:
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- La grelina: se produce principalmente en el estómago y se encarga de indicarle al cerebro que se tiene hambre.
- Leptina: se produce en las células grasas y le indica al cerebro que se está lleno.
Una noche de mal descanso aumenta la liberación de grelina y reduce la leptina, lo que produce más hambre y menor saciedad luego de comer.
Este cambio se produce por los cambios en la manera en la que el cuerpo puede regular el hambre y el estrés, por lo que el cerebro se hace menos receptivo a las señales de saciedad. Por su parte, las hormonas del estrés incrementan los antojos y el apetito.
(I)
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