¿Los padres hemos sido capaces de actuar a la velocidad de los cambios para proteger a nuestros hijos como debemos?
La respuesta, con honestidad, es no. Los padres fuimos sorprendidos e incluso engañados. Creímos que la tecnología traería a nuestros hijos contenidos diseñados para ellos, que aprenderían frente a las pantallas o que se divertirían de manera sana. Fue una ilusión óptica.
También nos acomodamos: las pantallas nos dieron respiros, espacios libres para trabajar o atender otras cosas, mientras pensábamos que tener a los hijos en casa era sinónimo de seguridad.
Hoy, dieciocho años después de la llegada del primer iPhone, la realidad nos golpea: los índices más altos de depresión, ansiedad y suicidio adolescente nos dicen con claridad: “Nos equivocamos”. Y con ello, una conclusión inevitable: no podemos seguir cometiendo el mismo error.
El consumo de contenidos de niños y adolescentes depende de nosotros, los padres, no de influencers, youtubers, creadores de videojuegos ni de las redes sociales.
La evidencia es contundente: la vida, la salud mental y el desarrollo de la personalidad de nuestros hijos no pueden quedar en manos de otros.
Las amenazas ya no están solo en la calle o en el parque; pueden entrar hasta el cuarto de un menor sin supervisión.
La llamada “generación ansiosa”, de la que habla Jonathan Haidt, no es una exageración: es la radiografía de lo que han causado años de redes sociales, videojuegos y sobreexposición digital.
La generación Z (1995-2010) ha sido bombardeada sin tregua y sin misericordia, pagando un precio altísimo en su desarrollo físico, psicológico y social.
Pero no todo está perdido. Si los padres retomamos nuestra sagrada responsabilidad, si aplicamos lo que dicen los expertos sobre la edad adecuada para el primer celular, los límites en el uso de la tecnología, la supervisión y controles parentales, la recuperación del juego al aire libre y la creación de escuelas libres de celulares, podemos cambiar el rumbo.
Podemos darle a la generación alfa, que hoy estamos criando, una vida más sana, más libre y más auténtica. Si, además, fortalecemos los vínculos familiares, daremos a nuestros hijos el nudo más fuerte que sostiene el crecimiento: raíces firmes que les permitan ser seguros y autónomos, y alas que los ayuden a volar sin hundirse en la adversidad.
Eduquemos a nuestros hijos con lo único que nadie podrá arrebatarles: valores, criterios y la fortaleza interior que los acompañará siempre, pase lo que pase y estén donde estén. (O)