En la plataforma de El Poder del Liderazgo Humanista (en Youtube) escuché a Santiago Ávila Villa, quien respondiendo a la pregunta “¿Suspender a un alumno es malo?” (entiéndase suspender como reprobar un examen) manifestó lo siguiente:

“Claro que no, casi nadie lo dice, pero muchas veces es justo y necesario. Vivimos en un entorno donde todo tiene que ser positivo, donde suspender parece impensable, pero, como explica la ventana de Overton, cuando algo se vuelve impensable dejamos de hablar de ello y eso daña el aprendizaje.

No se trata de castigar, sino de enseñar, esfuerzo y responsabilidad. Dar un suspenso cuando corresponde es dar feedback real, aunque duela y si duele, pero también motiva a mejorar. Si eliminamos la posibilidad de suspender, bajamos la exigencia, el estudiante deja de esforzarse y el aprendizaje pierde valor. En pocas palabras, no es humillar; es ayudar a crecer. Un suspenso bien dado es un acto de respeto y honestidad educativa. Es decir: ‘Te digo la verdad porque creo en tu capacidad de mejorar’. La exigencia no es enemiga del afecto; es hija de una herramienta esencial para el crecimiento personal. Suspender a un alumno cuando es necesario no es un fracaso; es un paso hacia el éxito…”. Cita larga.

Coincidiendo con este criterio, he sostenido que las evaluaciones no constituyen el fin o el objetivo del sistema educativo, así como tampoco lo es la simple aprobación de cursos o la obtención de un título. El propósito esencial de la educación es desarrollar conocimientos, habilidades y competencias que permitan al ciudadano participar activamente en la sociedad y aportar soluciones a los desafíos nacionales. En este marco, las evaluaciones son instrumentos que, sumados a las evaluaciones por tareas, actuación y comportamiento en clase, permiten conocer el nivel de avance y garantizar la solidez del aprendizaje.

Hay que recordar que el proceso educativo requiere verificación continua. Cuando un estudiante aprueba, evidencia su preparación para avanzar a un nivel superior. Si no lo hace, resulta razonable repetir la etapa previa, pues ningún proceso formativo puede sostenerse sobre vacíos conceptuales que comprometan su progreso futuro. Suspender, reprobar una evaluación o no aprobar un curso no es sanción ni castigo; es la oportunidad de mejorar sus conocimientos.

Sostener que los exámenes traumatizan a los estudiantes es tan absurdo como argumentar que, para evitar la repitencia y deserción, todos tienen que aprobar el año, así no tengan los conocimientos necesarios.

El problema surge cuando los centros educativos renuncian a la exigencia: el facilismo, la laxitud disciplinaria, la normalización del irrespeto y la debilitación de la autoridad docente generan entornos donde el aprendizaje pierde sentido y la formación ética se diluye. Además, considero que, sin el acompañamiento de las familias y sin una cultura de responsabilidad, la sociedad deriva hacia la improvisación, estandarizando la mediocridad, frente a prácticas que alimentan la corrupción y la violencia. (O)