Hace 40 años, aproximadamente, cuando las calles de Rocafuerte eran aún de tierra y lodo, un grupo de niños y adolescentes las recorría y esperaba con ansias en las paradas de los buses que llegaban de otros cantones para vender dulces. Los llevaban en fundas pequeñas, amarradas en las puntas a un pedazo de metal largo, al que muchos llamaban “gancho”.